Dioses, tumbas y sabios, de C.W. Ceram (1949)

El libro no es nuevo, salvo para mí. Es de 1949. Y su autor hace mucho que falleció. Pero es la mejor lectura para viajes donde se visitan tumbas, pirámides, zigurats o templos de la antigüedad. Este ha sido mi caso.

Aunque va de arqueología, el autor no es arqueólogo, sino un periodista alemán (fue director de Die Welt) capturado por la arqueología. Ceram (seudónimo de Kurt W. Marek) cuenta cómo y quién descubrió los grandes restos de la antigüedad que hoy todos conocemos. Tanto edificios como murales, jeroglíficos o incluso lenguas hace mucho tiempo muertas. El libro habla de Troya, del antiguo Egipto, de los reinos de Mesopotamia o de los imperios azteca y maya. En todos los relatos hay dos constantes: la narración biografiada de los descubrimientos (los hallazgos se cuentan al compás de las vidas de los correspondientes arqueólogos); y la fascinación por las leyendas sobre la antigüedad.

En primer lugar, la narración sobre los restos de la antigüedad se hace poniendo en el centro a las personas -arqueólogos, filólogos y simples aficionados al mundo antiguo- que hicieron los descubrimientos. La descripción del pasado se narra a través de la vida, normalmente apasionada y extraordinaria, de los descubridores. Por supuesto, aquí aparecen Winckelmann, Champollion, Howard Carter o Stephens. Aparece incluso nuestro Roque Joaquín de Alcubierre, verdadero descubridor de Pompeya, antes incluso de que naciera la arqueología. Sugiere Ceram que los descubrimientos de finales del siglo XIX y principios del XX fueron el resultado previsible de una ciencia emergente (la arqueología), pero el método científico no habría producido por sí los hallazgos, de no haber sido por la imaginación, obsesión, inversión del propio patrimonio y pasión de un puñado de aventureros que creyeron en leyendas del pasado.

La otra constante en el relato es precisamente la puesta en valor de las leyendas. Frente a la historiografía científica contemporánea, que generalmente pone en duda la realidad de las tradiciones orales o religiosas (como el diluvio universal, el caballo de Troya o la torre de Babel), Ceram las reivindica todas. Insiste en que muchas de ellas ya cuentan con restos arqueológicos que muestran su veracidad. A veces, esta conclusión parece algo forzada. Por ejemplo, el diluvio universal, que Ceram da por cierto, descansa sobre una adición imaginativa de datos arqueológicos imprecisos. Conclusiones así no son científicas. Pero son plenamente asumibles en un relato apasionado, como el que comento. Lo hace muy atrayente, pues conecta las simples piedras (que es lo que en realidad descubre el arqueólogo) con los símbolos, imágenes y relatos presentes en la cultura universal. Esta conexión hace que las piedras del pasado parezca mágicas.

Sin duda. Aunque tenga ya unos años, el libro merece mucho la pena. Sobre todo para quien tenga en mente viajar a Chichén Itza, Abu Simbel o Creta.

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